miércoles, 22 de enero de 2014

Nos gusta lo difícil.


Nos gusta lo difícil. Lo imposible. 
El reto más fatídico posible. Lo que realmente nos duele.
Queremos alcanzar esa meta que ni siquiera llegamos a rozar con la punta de los dedos. 
Queremos lo peligroso, lo que realmente ponga en peligro nuestra integridad mental.

Y cuando esa maldita idea infecta toda tu cabeza, ya no hay nada más. 
No ves más allá que no sea ese trofeo que tanto anhelas. Y haces cualquier cosa, justificar lo injustificable, para conseguirlo. 

Es un maldito virus que te ciega.

Todo virus es una enfermedad. Y como todo virus estacional, al final, pasa de largo. 
Y cuando consigues abrir los ojos y te das cuenta de que lo que se supone que querías a toda costa era una estupidez, ya es muy tarde.
 Y quien siempre había estado a tu lado a pesar de todo,
 final se ha hartado y hace tiempo que ya se ha marchado. 
Y te das cuenta mil inviernos después, cuando sus pisadas ya no se ven en la nieve. 

Y le buscas, te pierdes por el bosque. Pides perdón. 
te arrastras, pero nada sirve. Por mucho que grites su nombre él ya no quiere oírte. 
Y de lo que no te das cuenta es que él ya no tiene voz de las veces que ha gritado el tuyo.

Te convences de que la próxima vez será diferente.
 Te dices que mirarás lo que tienes delante, que sabrás apreciar a los que tienes a tu lado 
y que los sabrás querer como se merecen. 

Y aun así, en el fondo, sabes que volverás a fallar. 
Que se te volverá a escapar, que no sabrás ver con el corazón abierto
 y te volverás a equivocar.




                                                 Anna

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