lunes, 20 de mayo de 2013

El Señor Medio Metro


Entré corriendo en el edificio. Desde luego, ese mini paraguas no cumplía su función principal, me refiero a lo de protegerme del agua; desde luego su función de volverse del revés cuando me venía el viento de cara se le daba perfectamente. Lo menos se me había dado la vuelta el paraguas unas trescientas veces en el trayecto desde la parada del autobús hasta la entrada de la universidad.

Mi pelo, completamente alborotado, y yo entramos en el edificio para resguardarnos de la tromba que estaba cayendo. Sabía que era una misión imposible el intentar amasar esa mata de rizos rojos que me rodeaban la cara como una áurea (lo cierto es que daba un poquito de miedo, parecía un poco demoníaca –o al menos eso me decía mi madre-).

Yo había ido a la universidad para entregar un trabajo. ¡Vivan esos profesores anticuados que parecen totalmente desubicados y alérgicos a la era informática y que te hacen recorrer veinticinco kilómetros en un autobús (que se dedica a hacer carreras a muerte con el coche de al lado) un viernes para entregar un mero trabajo! Nunca entendería esa sonrisa que se les pone a todos ellos cuando te dicen “tendrán que venir a entregarme, el próximo viernes, el trabajo que han realizado, en mano. Sí -hacen una temible pausa en la que se relamen los labios-, ya sé que solo tienen mi clase ese día. Y sí, sé que van a tardar una hora en venir solo para eso”. Juro que nunca había visto a nadie sonreír tanto en mi vida. Lo cierto es que eso último no solían decirlo, pero me apostaba mi primer sueldo (a saber cuándo iba a ser eso, estamos en España) a que lo pensaban. Y que se imaginaban a ellos mismos riendo malignamente, seguro que lo hacían.

El caso es que allí me encontraba yo, entrando en mi ruinosa y pública universidad para entregar un trabajo un viernes a la siete de la tarde.

Lo cierto es que si mi profesor estuviera como un tren (que no lo está), toda esta historia sería más interesante. Pero no os confundáis. Mi profesor es uno de esos con gafas redondas, con los cristales como el culo de la botella más grande que hayas podido ver en tu vida, y que, además, apenas miden metro y medio, la altura perfecta para llegar a la altura de los pechos de las alumnas. Estaba segura de que antes de nacer, en el momento de elegir su cuerpo se había pegado con los demás por conseguir esa altura, el muy cerdo. Podía haber elegido cualquier otro cuerpo, pero el muy imbécil había elegido esa mínima altura para tener una vista de primera de todas las chicas (esas jovencitas alumnas que acaban de entrar en la universidad). El Señor Medio Metro.

Así que iba avanzando por el pasillo, pensando en que pasaría si cuando llegara a su despacho y tuviera que entregarle el trabajo y estuviera frente a él empezara a mover los pechos de derecha a izquierda sutilmente, ¿seguiría mis pezones mientras se relamía los labios? ¿Me subiría la nota? ¿Me diría que era una descarada? O lo que es aún peor, ¿me invitaría a “tomar un café”?.

Tan concentrada estaba en esas temibles fantasías, que cuando vi que tras la mesa del despacho no estaba el SMM (Señor Medio Metro), casi tiro los apuntes por el suelo y me pongo a hacer el rito del cortejo de los gorilas (si es que existe).

Allí en el despacho de SMM se encontraba el tío más alucinante que había visto en mi vida. Vale que quizás me sacara unos diez años, pero es no importa cuando tienes esa cara. Y sobre todo ese cuerpo. Me recordaba a alguien, pero no lo lograba a identificar.

Estaba tan petrificada en la puerta del despacho que casi di un respingón cuando una voz aterciopelada (que resultó ser su voz), me preguntó:

-          ¿Puedo ayudarte en algo?- ya lo creo que puedes ayudarme, guapo.

-          Buenas tardes… esto… estaba buscando al profesor… al profesor…- ¿cómo diantres se llamaba en realidad el SMM?

-          ¿El profesor Rodríguez?- Señor… su voz parecía envolverme, invitándome a acercarme a él.

-          Sí, el mismo. Tengo que entregarle un trabajo; nos dijo que estaría aquí.- me sentí orgullosa de unir más de cinco palabras seguidas y dejar de babear.

-          Ha tenido que marcharse antes de tiempo, si quiere puede entregarme a mí el trabajo, señorita…

-          Rey, Clara Rey.

-          Pues si lo desea déjeme a mí el trabajo y yo se lo entregaré a él-. Juro por dios que vi como bajaban sus ojos hacia mis pechos al menos dos veces mientras hablaba.

Bajé yo también la mirada.

Casi me muero.

Parecía que acaba de salir de la última edición de miss camiseta mojada. Por supuesto, llevaba una camiseta blanca, de hecho era mi camiseta favorita, y por su puesto la tenía tan calada que se me pegaba por todo el cuerpo. Pero no te confundas, esto no era como la típica escena en la que la chica está calada hasta los huesos y con sus pezones marca la posición del sol, no que va. Aparte de que yo no tenía el cuerpo de la típica mujer de esas escenitas, yo llevaba mi Sujetador Cómodo. El Sujetador Cómodo es el sujetador que toda mujer tiene en su cajón y que es el más cómodo que la mano del hombre ha podido crear en su vida. Pero claro, si es cómodo, eso implícitamente quiere decir que, o una de dos, o es el sujetador más feo de la historia, o es más cursi que el de una niña de ocho años que está obsesionada con Barbie y sus complementos.

Bueno pues en mi caso, el sujetador era el más cursi que había en la tienda en el momento que lo compré. Era rosa, hasta ahí bien, pero es que en cada copa, estaba la preciosa cara sonriente de Mickey Mouse saludando al Profesor Buenorro (Al menos estaba frente al Profesor Buenorro y no frente al SMM). Aun así, no me consoló, y mi cara se puso tan roja como mi pelo.

Me cruce de brazos intentando disimular. Creo que le vi sonreír levemente.

-          Le estaría muy agradecida si usted hiciera eso por mí- dije, porque algo tenía que decir, ¿no?

Le tendí el trabajo.

-          Si quieres puedes sentarte mientras te traigo una toalla para que te seques un poco antes de marcharte- ¿Eso lo hacen los profesores?, era yo ¿o sus ojos (azules, por cierto, como el mar,-) parecían mirarme de una forma extraña?

-          Vale, gracias-. Me senté en la silla frente a la mesa, donde estaba él. En mi mente me imaginé que hacia un movimiento al estilo instinto básico para que tuviera una vista panorámica de mis braguitas (no de Mickey Mouse, si no de encaje negro muy sexy la verdad), pero todo quedó en un intento fallido ya que me tropecé con mi propio pie al sentarme y caí como si acabara de caer del cielo, espatarrada a más no poder y nada sexy, desde luego.

El Profesor Buenorro desapareció detrás de una puerta en busca de la toalla salvadora, cuando me di cuenta de que me había hecho una herida en el intento anterior de ser sexy. No me preguntéis por qué pero cuando volvió con una toalla negra, me imaginé como su lengua lamía la herida, haciendo circulitos y con la mano…

¡Dios santo! ¡Ya sabía a quién se parecía!, era la viva imagen de Ian Somelhalder.
Empecé a hiperventilar.




Anna Walsh 



jueves, 9 de mayo de 2013

Dejad que nos presentemos


Bienvenidos al rincón de nuestra imaginación donde todo es posible, donde los príncipes se convierten en ranas y los dragones en damas, donde no ponemos límites a la fantasía y en el que haremos volar la vuestra.

Aquí, Anna Walsh y Blancanieves y sus Siete Amantes, os llevarán a lugares insospechados y estimularán vuestros interiores haciéndolos rebelarse contra todo. ¿Por qué? Porque aquí las reglas son de caramelo y nuestras bocas demasiado hambrientas como para respetarlas.