Entré
corriendo en el edificio. Desde luego, ese mini paraguas no cumplía su función
principal, me refiero a lo de protegerme del agua; desde luego su función de
volverse del revés cuando me venía el viento de cara se le daba perfectamente.
Lo menos se me había dado la vuelta el paraguas unas trescientas veces en el
trayecto desde la parada del autobús hasta la entrada de la universidad.
Mi
pelo, completamente alborotado, y yo entramos en el edificio para resguardarnos
de la tromba que estaba cayendo. Sabía que era una misión imposible el intentar
amasar esa mata de rizos rojos que me rodeaban la cara como una áurea (lo
cierto es que daba un poquito de miedo, parecía un poco demoníaca –o al menos
eso me decía mi madre-).
Yo
había ido a la universidad para entregar un trabajo. ¡Vivan esos profesores
anticuados que parecen totalmente desubicados y alérgicos a la era informática
y que te hacen recorrer veinticinco kilómetros en un autobús (que se dedica a
hacer carreras a muerte con el coche de al lado) un viernes para entregar un
mero trabajo! Nunca entendería esa sonrisa que se les pone a todos ellos cuando
te dicen “tendrán que venir a entregarme, el próximo viernes, el trabajo que
han realizado, en mano. Sí -hacen una temible pausa en la que se relamen los
labios-, ya sé que solo tienen mi clase ese día. Y sí, sé que van a tardar una
hora en venir solo para eso”. Juro que nunca había visto a nadie sonreír tanto
en mi vida. Lo cierto es que eso último no solían decirlo, pero me apostaba mi
primer sueldo (a saber cuándo iba a ser eso, estamos en España) a que lo
pensaban. Y que se imaginaban a ellos mismos riendo malignamente, seguro que lo
hacían.
El
caso es que allí me encontraba yo, entrando en mi ruinosa y pública universidad
para entregar un trabajo un viernes a la siete de la tarde.
Lo
cierto es que si mi profesor estuviera como un tren (que no lo está), toda esta
historia sería más interesante. Pero no os confundáis. Mi profesor es uno de
esos con gafas redondas, con los cristales como el culo de la botella más
grande que hayas podido ver en tu vida, y que, además, apenas miden metro y
medio, la altura perfecta para llegar a la altura de los pechos de las alumnas.
Estaba segura de que antes de nacer, en el momento de elegir su cuerpo se había
pegado con los demás por conseguir esa altura, el muy cerdo. Podía haber
elegido cualquier otro cuerpo, pero el muy imbécil había elegido esa mínima
altura para tener una vista de primera de todas las chicas (esas jovencitas
alumnas que acaban de entrar en la universidad). El Señor Medio Metro.
Así
que iba avanzando por el pasillo, pensando en que pasaría si cuando llegara a
su despacho y tuviera que entregarle el trabajo y estuviera frente a él
empezara a mover los pechos de derecha a izquierda sutilmente, ¿seguiría mis
pezones mientras se relamía los labios? ¿Me subiría la nota? ¿Me diría que era
una descarada? O lo que es aún peor, ¿me invitaría a “tomar un café”?.
Tan
concentrada estaba en esas temibles fantasías, que cuando vi que tras la mesa
del despacho no estaba el SMM (Señor Medio Metro), casi tiro los apuntes por el
suelo y me pongo a hacer el rito del cortejo de los gorilas (si es que existe).
Allí
en el despacho de SMM se encontraba el tío más alucinante que había visto en mi
vida. Vale que quizás me sacara unos diez años, pero es no importa cuando
tienes esa cara. Y sobre todo ese cuerpo. Me recordaba a alguien, pero no lo
lograba a identificar.
Estaba
tan petrificada en la puerta del despacho que casi di un respingón cuando una
voz aterciopelada (que resultó ser su voz), me preguntó:
-
¿Puedo ayudarte
en algo?- ya lo creo que puedes ayudarme, guapo.
-
Buenas tardes…
esto… estaba buscando al profesor… al profesor…- ¿cómo diantres se llamaba en
realidad el SMM?
-
¿El profesor
Rodríguez?- Señor… su voz parecía envolverme, invitándome a acercarme a él.
-
Sí, el mismo.
Tengo que entregarle un trabajo; nos dijo que estaría aquí.- me sentí orgullosa
de unir más de cinco palabras seguidas y dejar de babear.
-
Ha tenido que
marcharse antes de tiempo, si quiere puede entregarme a mí el trabajo,
señorita…
-
Rey, Clara Rey.
-
Pues si lo desea
déjeme a mí el trabajo y yo se lo entregaré a él-. Juro por dios que vi como
bajaban sus ojos hacia mis pechos al menos dos veces mientras hablaba.
Bajé
yo también la mirada.
Casi
me muero.
Parecía
que acaba de salir de la última edición de miss camiseta mojada. Por supuesto,
llevaba una camiseta blanca, de hecho era mi camiseta favorita, y por su puesto
la tenía tan calada que se me pegaba por todo el cuerpo. Pero no te confundas,
esto no era como la típica escena en la que la chica está calada hasta los
huesos y con sus pezones marca la posición del sol, no que va. Aparte de que yo
no tenía el cuerpo de la típica mujer de esas escenitas, yo llevaba mi
Sujetador Cómodo. El Sujetador Cómodo es el sujetador que toda mujer tiene en
su cajón y que es el más cómodo que la mano del hombre ha podido crear en su
vida. Pero claro, si es cómodo, eso implícitamente quiere decir que, o una de
dos, o es el sujetador más feo de la historia, o es más cursi que el de una
niña de ocho años que está obsesionada con Barbie y sus complementos.
Bueno
pues en mi caso, el sujetador era el más cursi que había en la tienda en el
momento que lo compré. Era rosa, hasta ahí bien, pero es que en cada copa,
estaba la preciosa cara sonriente de Mickey Mouse saludando al Profesor
Buenorro (Al menos estaba frente al Profesor Buenorro y no frente al SMM). Aun
así, no me consoló, y mi cara se puso tan roja como mi pelo.
Me
cruce de brazos intentando disimular. Creo que le vi sonreír levemente.
-
Le estaría muy
agradecida si usted hiciera eso por mí- dije, porque algo tenía que decir, ¿no?
Le
tendí el trabajo.
-
Si quieres
puedes sentarte mientras te traigo una toalla para que te seques un poco antes
de marcharte- ¿Eso lo hacen los profesores?, era yo ¿o sus ojos (azules, por
cierto, como el mar,-) parecían mirarme de una forma extraña?
-
Vale, gracias-.
Me senté en la silla frente a la mesa, donde estaba él. En mi mente me imaginé
que hacia un movimiento al estilo instinto básico para que tuviera una vista
panorámica de mis braguitas (no de Mickey Mouse, si no de encaje negro muy sexy
la verdad), pero todo quedó en un intento fallido ya que me tropecé con mi
propio pie al sentarme y caí como si acabara de caer del cielo, espatarrada a
más no poder y nada sexy, desde luego.
El
Profesor Buenorro desapareció detrás de una puerta en busca de la toalla
salvadora, cuando me di cuenta de que me había hecho una herida en el intento
anterior de ser sexy. No me preguntéis por qué pero cuando volvió con una
toalla negra, me imaginé como su lengua lamía la herida, haciendo circulitos y
con la mano…
Empecé a hiperventilar.
Anna Walsh