domingo, 29 de diciembre de 2013

Mañana.

Lo cierto es que nunca le había gustado conducir por el centro de Madrid. Con todas sus calles y sus conductores locos. Los semáforos que cambiaban de color sin ton ni son; abuelillas que cruzan por pasos de cebra imaginarios… Lo detestaba. Siempre que podía, daba un rodeo con tal de no pasar por el centro.
Ni siquiera le gustaba cuando ella se encontraba en el asiento del copiloto.
El semáforo al fin se puso en verde y pudo avanzar unas cuantas decenas de metros más. Cada vez más próximo.
Apaga la radio. Ya no le gusta la música. Mira enfurruñado al coche de delante esperando a que haga su próximo movimiento. Por el rabillo del ojo ve al conductor de detrás. Conductora más bien. Parece que está cantando, moviendo la cabeza al son de su melodía. 
Cuando ella cantaba a su lado el tráfico parecía ir más rápido. Y no precisamente porque cantara bien, si no todo lo contrario. A voz en grito cantaba todas las canciones que sonaban en la radio, ya fueran en castellano o en un inglés bien inventado. Con la sonrisa siempre pegada en la cara y cogiendo su mano como micrófono se lo pasaba en grande. Y a él le encantaba mirarla.
Al fin parece llegar a su destino. Aparca en la esquina más cercana a la entrada de la oficina, el sitio perfecto desde el cual ver la puerta sin ser visto, ya que el coche de al lado lo medio tapaba.
Se enciende un cigarrillo. Recuerda como ella se enfadaba cuando se fumaba un pitillo “deja eso. Te va a matar.” “deberías dejarlo, así no me vas a durar toda la vida”. Cosas por el estilo. Y él le sonreía traviesamente. “De algo hay que morir”. Y ella, con su mirada de inocente sexy, le murmuraba bajo sus largas pestañas “¿no preferirías morir haciéndome el amor?”. Y así, encandilándole con su vocecita, conseguía quitarle el cigarro y tirarlo por la ventana mientras él se reía por haber picado en su juego una vez más. Le tenía loco.
Le da una larga calada. Cómo han cambiado las cosas.
La recuerda sentada en el asiento de atrás, cambiándose de ropa después de salir del trabajo, mientras atravesaban los ríos de coches hasta llegar a la fiesta más cercana. “No mires” le decía ella, repentinamente mojigata. Y él sonreía mientras decía “Por supuesto”. Por supuesto que acomodaba el espejito delantero para verla bien. Ver como su traje de chaqueta desaparecía convirtiéndose en un vestido corto y unos tacones de vértigo, ver como su cuerpo se desenvolvía como un caramelo y volvía a envolverse. Un caramelo que más tarde se comería.
Sale un grupo de trajeados por la puerta de la oficina.
Y de repente, sale ella detrás. Con uno de los trajeados, muy alto. Demasiado. No le pega. Ella parece reírse de algo muy gracioso.
Se le pone el vello de punta con sólo verla. Su sonrisa, sus ojitos brillantes, su boca… mierda. Se ha quemado los dedos. El cigarrillo se ha consumido del todo y se le ha caído al suelo del coche. Se inclina para recogerlo rápidamente. Y al subir, la mirada ella se encuentra directamente con sus ojos.
Tan concentrado estaba que ni siquiera se había dado cuenta de que el coche de al lado, que tan bien le cobijaba, se había marchado.
Su sonrisa se le ha quedado congelada. Marchita. Como si tuviera dos tensas cuerdas que tiraran de sus comisuras. Su acompañante le pregunta algo, pero ella no se da cuenta. Solo puede mirarlo a él. Después de tantos meses sin saber nada de el. Después de tantas discusiones, tantos engaños, tanto odio; después de tanto… amor…
Ahí estaba el. Dentro de su coche, observándola. Parecía que le hubieran sorprendido espiando, pero aun así esta serio.
Él no puede de dejar de mirarla. Tiene tantas cosas que decirle, tanto por lo que pedir perdón, tanto que explicar… y aun así, no sale del coche. Se queda quieto, como todas las otras veces. Sin salir, solo mirándola.
Ella se rehace torpemente. Se ríe sin sentido de lo que le dice su acompañante, sin apartar la vista del coche. Sacude la cabeza y consigue dirigir sus ojos a otra parte. Consigue que esas pequeñas gotitas que se han acumulado no se desborden. Consigue mantener un rato más esa sonrisa de pega que la acompaña.
Cuando gira la esquina, él arranca. Se marcha.

Mañana será otro día. Mañana se acercará a ella al fin. Le hablará, le dirá… le dirá que lo siente, sí, eso. Mañana. Mañana sería el día. 



                                                                                 Anna Walsh

lunes, 21 de octubre de 2013

Nos odiamos (y de eso no hay duda).

Me miras y te vuelves a dormir.
Realmente no sé cómo hemos llegado a esto. Del odio al amor, del amor al odio y del odio al amor una vez más.

Miro a mi alrededor arropándome aun más con las sabanas. Todas nuestra ropa está esparcida por la habitación como si un pequeño tornado nos hubiera instado a desnudarnos. Me pregunto cuánto tardaré esta vez en arrepentirme. 

Volvemos una y otra vez a lo mismo. Es como una espiral sin fondo. Tú me haces daño, yo te hago daño; pero al final siempre acabas viniendo a mi. Y yo siempre acabo yendo a ti, por supuesto.

Muy atrás queda el tiempo en que eramos dos inocentes. En el que todo parecía sencillo. Soy consciente de que tú y yo somos quienes lo hacemos difícil. Tus celos, mis celos, tus dudas, mis dudas. Absolutamente tan iguales y tan distintos. 

Y a pesar de todo, cuando noto cómo tu brazo me rodea debajo de las mantas, algo dentro de mi salta. Algo que ya no es tan sonoro ni llamativo como antes, desde luego, algo de lo que tú y yo ya nos encargamos marchitarlo hace mucho. Esa pobre cosa de mi interior ya no se fía. No se deja ilusionar. Sabe que todo es una mentira, que va a acabar mal. Esa breve alegría que siente sabe que se desvanecerá. 

Porque tú eres tú y yo soy yo. Y por mucho que nos queramos (o eso creemos), también nos odiamos (y de eso no hay duda). 

Las palabras dichas, los rencores, los miedos, las cagadas de uno y de otro están ahí, parece que ninguno estamos dispuesto a olvidar.

Me enciendo un cigarrillo esperando a que te despiertes y me pregunto si no será que más nos queremos cuanto más nos odiamos. 



Anna Walsh

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Se me había olvidado lo mucho que me gustaba verte dormir.

Se me había olvidado lo mucho que me gustaba verte dormir.
Arropado hasta la barbilla incluso en verano, como si esa ridícula sábana pudiera protegerte de todos tus monstruos mientras duermes. De lado, frente a mí. Te late tan fuerte el corazón que hace vibrar las sábanas y puedo seguir el ritmo de tus latidos sin necesidad de rozarte.
Frunces el ceño y sé que estás soñando con algo que no te gusta, quizás una discusión. Rozo con la punta de mi dedo tus labios y tu boca se contrae por las cosquillas que te producen. Después, sonríes levemente y desaparece el cerco de tu ceño.

Sonrío. Me gusta protegerte mientras duermes, de tu subconsciente.
 
 Meto mi mano por debajo de las mantas y recorro tu torso desnudo tranquilamente, tu piel se eriza ante el contacto y vuelves a sonreír dentro de tu sueño profundo.
Me pregunto si el darte un beso te despertaría.
Me acerco lentamente conteniendo las ganas de morderte la boca y, justo en el momento que voy a rozarte los labios, tu brazo me rodea la cintura acercándome a ti, salvando la poca distancia que nos separa y me aplastas contra tu pecho.
Suelto una risita contra tu cuello. Siempre tan posesivo, incluso en sueños.
Me preparo para dormir y, antes de pasarte mi pierna por encima de las tuyas, me aseguro de que estés bien arropado: no seré yo quien le abra la puerta a tus monstruos.
 
     
 
                                       Anna Walsh
 

lunes, 9 de septiembre de 2013

Hazme viajar


 -Hazme viajar- le digo mirándole a los ojos.
 
Sabe que no necesita mucho para hacerme desaparecer de este mundo. Me coje de la mano y tira de mi para apretarme contra su cuerpo mientras me abraza. Cierro los ojos y ya no estoy allí. 
Huelo, el mar, la brisa y hasta las cagadas de las gaviotas de Mi Playa. 
Un dedo recorre mi espalda y noto como una pequeña ola rompe contra mis rodilas. Me besa la en el cuello y mis pies corren sobre la orilla. Me roza los labios y de repente vuelo sobre el mar abierto. Veo los peces nadar bajo mi, bajo el agua. Me muerde el labio y veo que estoy tumbada en un velero de madera, con una eslora sin fin.
Sus labios se abren y sus dedos me aprietan las costillas y empiezo a correr sobre la cubierta interminable. A los lados el mar cambia de color, cambia de forma, se convierte en arena, en castillos sobre islas desiertas... Veo delfines, cangrejos bailando y alguna que otra sirena saludándome. 
Me tira suavemente del pelo y el día se convierte en la noche. Un suave gemido de mis labios enciende la luna y de la barandilla de la cubierta surge una escalera sin fin, subo por ella. Rozo las estrellas con cada escalón que subo y éstas se caen precipitadas hasta el mar. Mi ropa desaparece y noto sus manos sobre mi piel. Las estrellas siguen cayendo hasta dejar la luna como única luz. La brisa me abraza y me pone de la piel de gallina a pesar del calor que siento. 
Su beso se hace más profundo y salto de la escalera de cabeza sobre el perfecto círculo reflejo de la luna sobre el mar. Me araña la espalda y siento una sensación de caída libre cuando entro al agua. 


Dejo que haga conmigo lo que quiera. Respiro debajo del agua. Veo caballitos de mar, enormes peces lunas y cientos de medusas brillantes y luminosas. Sus dedos se convierten en tentáculos y lo siento por todos lados, por cada recoveco de mi cuerpo. El mar se agita, se revuelve. Me lleva de un lado a otro con una agradable sensación de descontrol. Las olas son enormes, me arrastran, se vuelven salvajes. La sal se me pega en el cuerpo, parece como si fuera lucecitas de pólvora que se adhieren a mi piel esperando el momento oportuno para explotar. 
Los tentáculos me rodean, entran y salen. Se pega a mí hasta que somos una única criatura brillante debajo del mar. Y el centro del mar explota. Parece que le han quitado el tapón al fondo marino. El oleaje me maneja como quiere; forma un remolino, me hacen girar y rodar sobre las corrientes. La arena me raspa la piel hasta que una ola gigante me arrastra a la orilla.
Tumbada miro el cielo mitras las olitas juegan con mis pies. 
Empieza a amanecer en Mi Playa. Sonrío y cierro los ojos. Le veo a mi lado en la cama. Me mira con sus ojos marrones y le sonrío. Me acerco más a él arropándole con la sábana. Rozo mi nariz contra su hombro, y medio bostezando le digo:
-Hueles a mar-. 


                          
                                                                                       Anna Walsh


sábado, 24 de agosto de 2013

El murmullo del agua.

Ella, tumbada boca abajo sobre la toalla, cierra los ojos disfrutando cada segundo, cada fracción de estos, al lado de él, que la mira mientras se hace la loca y sonríe. Uno de sus dedos acaricia su espalda subiendo y bajando al ritmo de su respiración, recorriendo su columna con delicadeza y tropezando de vez en cuando con las tiras de su bikini. Ninguno dice nada, es un tiempo reservado al silencio, a la imaginación, a la espera. El movimiento se interrumpe y él se acerca a ella, sus labios están a la altura de su oído.
- ¿Nos bañamos?- susurra muy bajito.
No hay nadie pero ese momento tan íntimo a ella le eriza la piel de la nuca. Sin despegar los labios, asiente. Él se levanta y va hacia la ducha. A continuación ella le imita y le sigue. El agua empieza a caer y la mira con una sonrisa en la boca.
- Si esperas a que pase yo primero puedes cerrarla- dice en respuesta a su expresión expectante y divertida.
Él da un paso y se coloca bajo el chorro de agua, dejando que cada centímetro de su cuerpo sea empapado por esta. Extiende el brazo y, pillándola por sorpresa, le coge la mano y le atrae hacia él. Pero no le deja quejarse, pues en cuanto están frente a frente, sus boca está sobre la de ella acallando cualquier protesta. 

Blancanieves y sus siete amantes.

miércoles, 19 de junio de 2013

La pequeña suicida


Me senté en el banco de la esquina para colocarme los patines, no hacía calor aunque el cielo estaba despejado y lucía el sol bien alto. Ni una nube, pero si una media luna con forma de sonrisa. Nunca me han gustado esos días en la que los dos astros comparten el cielo, no me traen nada de buena suerte, me pregunto por qué será y si solo me ocurrirá a mí.

Me puse en pie y un pequeño mareo me desestabilizó haciéndome casi caer ante la mirada de más de un curioso que trataba de ocultar una pequeña sonrisita. Poco a poco noté como mis mejillas se coloreaban hasta llegar al rojo usual de mi rostro en situaciones del estilo. Cogí mi mochila y me la coloqué en la espalda. Desde luego ese día estaba siendo de lo más extraño: por la mañana, en el descanso entre clases, Roberto se me había lanzado tras llevarme hasta un pasillo apartado y fuera de la vista de nuestros compañeros, y por supuesto yo me había separado y fingido que me tenía que ir para evitarnos la vergüenza a ambos. Y no menos raro, en mi intento de huida, Cholo se había mostrado más cariñoso de lo que ha estado en los últimos cuatro meses que llevamos… como decirlo, ¿juntos? No, no era exactamente nada serio.

Cuando recogía mis cosas rápidamente y por señas les decía a mis amigas que luego les explicaba todo, me llamó al móvil para decirme que me pasaba a ver a la universidad. Demasiadas cosas raras juntas.

Me puse en marcha poniéndome los cascos dejando así que la música me animara un poco. Mientras me dirigía al carril habilitado para patines, me tropecé al menos cinco veces, ¿qué me pasaba? Estaba más torpe de lo habitual y eso no es precisamente poco. Un trimbrazo del móvil me hizo sobresaltarme, lo miré mientras seguía deslizando mis pies sobre el suelo y tratando de prestar atención para no atropellar a nadie. Era Cholo de nuevo, no había tenido suficiente con el revolcón de esa mañana en su casa tras recogerme de la uni que ahora me preguntaba si cenaba con él. Bloqueé el móvil y lo devolví al bolsillo de mis desgastados vaqueros.

De pronto, una niña apareció de la nada, la vi primero por el enorme globo de mini mouse que llevaba atado a la mano y el cual me comí antes de conseguir frenar. Me quite los auriculares y me volví para comprobar que la suicida se encontraba en perfecto estado. Me miraba fijamente con carita de susto, no debía de tener más de cuatro años. Me acerqué lentamente a ella mientras le sonreía para que no huyera, como tenía pinta que iba a hacer. Y cuando estaba a tan solo un paso de ella, se dio la vuelta para salir corriendo con la mala suerte de que justo una bicicleta venía en el sentido contrario. Entonces, y como si se tratase de una película de ciencia ficción, me abalancé sobre ella y la aparté hacia un lado, la única diferencia con el cine es que yo caí de bruces contra el suelo solo dándome tiempo a taparme la cara con el brazo. ¡No quiera el universo que además me quede sin dientes!   

Aun sobre el suelo y boca abajo me debatía internamente entre levantarme como si no hubiese pasado nada o quedarme ahí hasta hacerme invisible. Y como lo segundo, a pesar de ser la mejor opción, no era posible, levanté la cabeza mirando alrededor para tantear hasta qué punto había hecho el ridículo. Si se midiese en una escala del uno al diez creo que sería un 90 por lo menos. La niña estaba a unos tres metros agarrada a las piernas de un chico y llorando desconsoladamente mientras él trataba de calmarla.

Me quedé sentada en el suelo analizando los desperfectos, mis pantalones habían terminado de desgarrarse a la altura de mi rodilla izquierda mostrando una gran herida que sangraba como si no hubiese mañana. ¡Mierda! Lo que me faltaba. Traté de levantarme pero me dolía mucho, ¡perfecto, más ridícula aun la situación! 

Me arrastré un par de metros para no correr el peligro de ser arrollada por una bici o algo parecido ya que solo me faltaba eso para culminar mi anterior espectáculo. Me quité la mochila de la espalda en busca de un pañuelo con el que limpiarme la herida pero, como si todo estuviese planeado para joderme, no habia un solo trozo de papel.

-          Toma, creo que necesitas esto- primero vi la mano que me ofrecía un clínex y luego, alzando la cabeza le vi a él, era el chico que abrazaba a la pequeña suicida.

-          Gracias- contesté apartando la mirada todavía avergonzada mientras tomaba el pañuelo y me limpiaba la herida.

-          Tiene mala pinta- añadió, lo que me hizo darme cuenta de que seguía ahí para desgracia mía.

No contesté, no estaba en condiciones para hacerlo, pues ahora empezaba a aflorar mi mal humor. Llegaba el momento de desear no haber salido de casa, no era mi día, es más ya había empezado mal desde por la mañana cuando al levantarme mi tripa decidió que se declaraba en huelga y expulsaría todo aquello que entrara por mi boca.

Repté, y puedo afirmar que eso era exactamente lo que hacía al arrastrarme como un cocodrilo malherido por el asfalto, hasta el banco más cercano, que gracias al cielo, se encontraba a tan sólo un par de metros.

-          Espera, que te ayudo- se ofreció el chico que, no satisfecho con verme saltar por los aires y estamparme contra el suelo, había decidido ver la película completa, y observar mi ridícula escena.

-          No, no necesito tu ayuda- respondí cortante con gesto torcido y mi orgullo más que magullado.

Conseguí alcanzar mi destino y trepar hasta el destartalado banco. Para cuando me senté, lo que quedaba de mi pantalón estaba entre negro por la suciedad y rojo por la sangre que no paraba de salir a borbotones de mi asquerosa rodilla, vamos, estaba hecha un pincel.

Miré de nuevo a mi alrededor y al fin el chico se había esfumado, ya podía morirme de la vergüenza tranquila y sin un pesado que insistiera en hacerse el amable. Apreté el pañuelo contra mi pierna para tratar de parar la hemorragia pero no había forma. Me tiré en el banco y esperé con los ojos cerrados a lo siguiente, ¿qué tocaba ahora? ¿Qué me cayera un rayo o qué me atacaran las palomas?

Es por ello que no le vi cuando apareció y no fue hasta que noté como mi culo dejaba de estar en contacto con la madera cuándo me enteré de que el tío plasta me llevaba en volandas por la calle en dirección a yoqueséadónde.

-          ¿Qué narices te crees que estás haciendo? ¡Déjame ahora mismo dónde estaba!- grité indignada sin poder dar crédito a lo que me estaba sucediendo.

Desde luego esté chico era un idiota de guion. Cruzamos la calle mientras él me sostenía entre sus brazos y yo luchaba porque me soltara.

-           Te voy a curar esa rodilla lo quieras o no- dijo sin más con una sonrisa algo condescendiente en la boca-. Me da exactamente igual lo orgullosa que seas y lo borde que te muestres, te voy a ayudar y punto- sentenció sin dejar opción a réplica.

¿Quién era este tío y quién se creía para hablarme así? De pronto se paró y me sentó en una silla, no había sido consciente de cuándo habíamos entrado en el bar donde nos encontrábamos ni de toda la gente que nos observaba. Desapareció y al cabo de un par de minutos volvió con unos cuantos algodones en sus manos, Betadine, y una bolsa con hielo. Lo dejó en la mesa de al lado y se dispuso a limpiarme la herida.

-          Si no te estás quieta no voy a poder curarte bien- dijo sin ocultar una sonrisa divertida que se extendía por todo su rostro.

-          Nadie te ha pedido que lo hagas- respondí implacable y con gesto tenso.

Tenía razón, no podía evitar apartar la pierna cada vez que el algodón rozaba mi piel, era un acto reflejo y no me sentía orgullosa por ello.  

-          Creo que hemos empezado mal, me llamo Jorge- admitió tendiéndome la mano.

Le miré fijamente a esos ojos verdes que esperaban una respuesta, no podía ser tan malo ¿o sí?, relajé mi expresión y decidí que mi estúpido orgullo debía de volver a las profundidades. Tendí mi mano y con una incipiente sonrisita en mis labios dije:

-          Mi nombre es Valeria.
Blancanieves y sus siete amantes.

lunes, 20 de mayo de 2013

El Señor Medio Metro


Entré corriendo en el edificio. Desde luego, ese mini paraguas no cumplía su función principal, me refiero a lo de protegerme del agua; desde luego su función de volverse del revés cuando me venía el viento de cara se le daba perfectamente. Lo menos se me había dado la vuelta el paraguas unas trescientas veces en el trayecto desde la parada del autobús hasta la entrada de la universidad.

Mi pelo, completamente alborotado, y yo entramos en el edificio para resguardarnos de la tromba que estaba cayendo. Sabía que era una misión imposible el intentar amasar esa mata de rizos rojos que me rodeaban la cara como una áurea (lo cierto es que daba un poquito de miedo, parecía un poco demoníaca –o al menos eso me decía mi madre-).

Yo había ido a la universidad para entregar un trabajo. ¡Vivan esos profesores anticuados que parecen totalmente desubicados y alérgicos a la era informática y que te hacen recorrer veinticinco kilómetros en un autobús (que se dedica a hacer carreras a muerte con el coche de al lado) un viernes para entregar un mero trabajo! Nunca entendería esa sonrisa que se les pone a todos ellos cuando te dicen “tendrán que venir a entregarme, el próximo viernes, el trabajo que han realizado, en mano. Sí -hacen una temible pausa en la que se relamen los labios-, ya sé que solo tienen mi clase ese día. Y sí, sé que van a tardar una hora en venir solo para eso”. Juro que nunca había visto a nadie sonreír tanto en mi vida. Lo cierto es que eso último no solían decirlo, pero me apostaba mi primer sueldo (a saber cuándo iba a ser eso, estamos en España) a que lo pensaban. Y que se imaginaban a ellos mismos riendo malignamente, seguro que lo hacían.

El caso es que allí me encontraba yo, entrando en mi ruinosa y pública universidad para entregar un trabajo un viernes a la siete de la tarde.

Lo cierto es que si mi profesor estuviera como un tren (que no lo está), toda esta historia sería más interesante. Pero no os confundáis. Mi profesor es uno de esos con gafas redondas, con los cristales como el culo de la botella más grande que hayas podido ver en tu vida, y que, además, apenas miden metro y medio, la altura perfecta para llegar a la altura de los pechos de las alumnas. Estaba segura de que antes de nacer, en el momento de elegir su cuerpo se había pegado con los demás por conseguir esa altura, el muy cerdo. Podía haber elegido cualquier otro cuerpo, pero el muy imbécil había elegido esa mínima altura para tener una vista de primera de todas las chicas (esas jovencitas alumnas que acaban de entrar en la universidad). El Señor Medio Metro.

Así que iba avanzando por el pasillo, pensando en que pasaría si cuando llegara a su despacho y tuviera que entregarle el trabajo y estuviera frente a él empezara a mover los pechos de derecha a izquierda sutilmente, ¿seguiría mis pezones mientras se relamía los labios? ¿Me subiría la nota? ¿Me diría que era una descarada? O lo que es aún peor, ¿me invitaría a “tomar un café”?.

Tan concentrada estaba en esas temibles fantasías, que cuando vi que tras la mesa del despacho no estaba el SMM (Señor Medio Metro), casi tiro los apuntes por el suelo y me pongo a hacer el rito del cortejo de los gorilas (si es que existe).

Allí en el despacho de SMM se encontraba el tío más alucinante que había visto en mi vida. Vale que quizás me sacara unos diez años, pero es no importa cuando tienes esa cara. Y sobre todo ese cuerpo. Me recordaba a alguien, pero no lo lograba a identificar.

Estaba tan petrificada en la puerta del despacho que casi di un respingón cuando una voz aterciopelada (que resultó ser su voz), me preguntó:

-          ¿Puedo ayudarte en algo?- ya lo creo que puedes ayudarme, guapo.

-          Buenas tardes… esto… estaba buscando al profesor… al profesor…- ¿cómo diantres se llamaba en realidad el SMM?

-          ¿El profesor Rodríguez?- Señor… su voz parecía envolverme, invitándome a acercarme a él.

-          Sí, el mismo. Tengo que entregarle un trabajo; nos dijo que estaría aquí.- me sentí orgullosa de unir más de cinco palabras seguidas y dejar de babear.

-          Ha tenido que marcharse antes de tiempo, si quiere puede entregarme a mí el trabajo, señorita…

-          Rey, Clara Rey.

-          Pues si lo desea déjeme a mí el trabajo y yo se lo entregaré a él-. Juro por dios que vi como bajaban sus ojos hacia mis pechos al menos dos veces mientras hablaba.

Bajé yo también la mirada.

Casi me muero.

Parecía que acaba de salir de la última edición de miss camiseta mojada. Por supuesto, llevaba una camiseta blanca, de hecho era mi camiseta favorita, y por su puesto la tenía tan calada que se me pegaba por todo el cuerpo. Pero no te confundas, esto no era como la típica escena en la que la chica está calada hasta los huesos y con sus pezones marca la posición del sol, no que va. Aparte de que yo no tenía el cuerpo de la típica mujer de esas escenitas, yo llevaba mi Sujetador Cómodo. El Sujetador Cómodo es el sujetador que toda mujer tiene en su cajón y que es el más cómodo que la mano del hombre ha podido crear en su vida. Pero claro, si es cómodo, eso implícitamente quiere decir que, o una de dos, o es el sujetador más feo de la historia, o es más cursi que el de una niña de ocho años que está obsesionada con Barbie y sus complementos.

Bueno pues en mi caso, el sujetador era el más cursi que había en la tienda en el momento que lo compré. Era rosa, hasta ahí bien, pero es que en cada copa, estaba la preciosa cara sonriente de Mickey Mouse saludando al Profesor Buenorro (Al menos estaba frente al Profesor Buenorro y no frente al SMM). Aun así, no me consoló, y mi cara se puso tan roja como mi pelo.

Me cruce de brazos intentando disimular. Creo que le vi sonreír levemente.

-          Le estaría muy agradecida si usted hiciera eso por mí- dije, porque algo tenía que decir, ¿no?

Le tendí el trabajo.

-          Si quieres puedes sentarte mientras te traigo una toalla para que te seques un poco antes de marcharte- ¿Eso lo hacen los profesores?, era yo ¿o sus ojos (azules, por cierto, como el mar,-) parecían mirarme de una forma extraña?

-          Vale, gracias-. Me senté en la silla frente a la mesa, donde estaba él. En mi mente me imaginé que hacia un movimiento al estilo instinto básico para que tuviera una vista panorámica de mis braguitas (no de Mickey Mouse, si no de encaje negro muy sexy la verdad), pero todo quedó en un intento fallido ya que me tropecé con mi propio pie al sentarme y caí como si acabara de caer del cielo, espatarrada a más no poder y nada sexy, desde luego.

El Profesor Buenorro desapareció detrás de una puerta en busca de la toalla salvadora, cuando me di cuenta de que me había hecho una herida en el intento anterior de ser sexy. No me preguntéis por qué pero cuando volvió con una toalla negra, me imaginé como su lengua lamía la herida, haciendo circulitos y con la mano…

¡Dios santo! ¡Ya sabía a quién se parecía!, era la viva imagen de Ian Somelhalder.
Empecé a hiperventilar.




Anna Walsh 



jueves, 9 de mayo de 2013

Dejad que nos presentemos


Bienvenidos al rincón de nuestra imaginación donde todo es posible, donde los príncipes se convierten en ranas y los dragones en damas, donde no ponemos límites a la fantasía y en el que haremos volar la vuestra.

Aquí, Anna Walsh y Blancanieves y sus Siete Amantes, os llevarán a lugares insospechados y estimularán vuestros interiores haciéndolos rebelarse contra todo. ¿Por qué? Porque aquí las reglas son de caramelo y nuestras bocas demasiado hambrientas como para respetarlas.