Me senté en el banco de la
esquina para colocarme los patines, no hacía calor aunque el cielo estaba
despejado y lucía el sol bien alto. Ni una nube, pero si una media luna con
forma de sonrisa. Nunca me han gustado esos días en la que los dos astros
comparten el cielo, no me traen nada de buena suerte, me pregunto por qué será
y si solo me ocurrirá a mí.
Me puse en pie y un
pequeño mareo me desestabilizó haciéndome casi caer ante la mirada de más de un
curioso que trataba de ocultar una pequeña sonrisita. Poco a poco noté como mis
mejillas se coloreaban hasta llegar al rojo usual de mi rostro en situaciones
del estilo. Cogí mi mochila y me la coloqué en la espalda. Desde luego ese día
estaba siendo de lo más extraño: por la mañana, en el descanso entre clases,
Roberto se me había lanzado tras llevarme hasta un pasillo apartado y fuera de
la vista de nuestros compañeros, y por supuesto yo me había separado y fingido
que me tenía que ir para evitarnos la vergüenza a ambos. Y no menos raro, en mi
intento de huida, Cholo se había mostrado más cariñoso de lo que ha estado en
los últimos cuatro meses que llevamos… como decirlo, ¿juntos? No, no era
exactamente nada serio.
Cuando recogía mis cosas
rápidamente y por señas les decía a mis amigas que luego les explicaba todo, me
llamó al móvil para decirme que me pasaba a ver a la universidad. Demasiadas
cosas raras juntas.
Me puse en marcha poniéndome los cascos dejando así que la música me animara un poco. Mientras me
dirigía al carril habilitado para patines, me tropecé al menos cinco veces, ¿qué
me pasaba? Estaba más torpe de lo habitual y eso no es precisamente poco. Un
trimbrazo del móvil me hizo sobresaltarme, lo miré mientras seguía deslizando
mis pies sobre el suelo y tratando de prestar atención para no atropellar a
nadie. Era Cholo de nuevo, no había tenido suficiente con el revolcón de esa
mañana en su casa tras recogerme de la uni que ahora me preguntaba si cenaba
con él. Bloqueé el móvil y lo devolví al bolsillo de mis desgastados vaqueros.
De pronto, una niña
apareció de la nada, la vi primero por el enorme globo de mini mouse que
llevaba atado a la mano y el cual me comí antes de conseguir
frenar. Me quite los auriculares y me volví para comprobar que la suicida se
encontraba en perfecto estado. Me miraba fijamente con carita de susto, no
debía de tener más de cuatro años. Me acerqué lentamente a ella mientras le
sonreía para que no huyera, como tenía pinta que iba a hacer. Y cuando estaba a
tan solo un paso de ella, se dio la vuelta para salir corriendo con la mala
suerte de que justo una bicicleta venía en el sentido contrario. Entonces, y
como si se tratase de una película de ciencia ficción, me abalancé sobre ella y
la aparté hacia un lado, la única diferencia con el cine es que yo caí de
bruces contra el suelo solo dándome tiempo a taparme la cara con el brazo. ¡No
quiera el universo que además me quede sin dientes!
Aun sobre el suelo y boca
abajo me debatía internamente entre levantarme como si no hubiese pasado nada o
quedarme ahí hasta hacerme invisible. Y como lo segundo, a pesar de ser la
mejor opción, no era posible, levanté la cabeza mirando alrededor para tantear
hasta qué punto había hecho el ridículo. Si se midiese en una escala del uno al
diez creo que sería un 90 por lo menos. La niña estaba a unos tres metros agarrada
a las piernas de un chico y llorando desconsoladamente mientras él trataba de
calmarla.
Me quedé sentada en el
suelo analizando los desperfectos, mis pantalones habían terminado de
desgarrarse a la altura de mi rodilla izquierda mostrando una gran herida que
sangraba como si no hubiese mañana. ¡Mierda! Lo que me faltaba. Traté de
levantarme pero me dolía mucho, ¡perfecto, más ridícula aun la situación!
Me arrastré un par de
metros para no correr el peligro de ser arrollada por una bici o algo parecido
ya que solo me faltaba eso para culminar mi anterior espectáculo. Me quité la
mochila de la espalda en busca de un pañuelo con el que limpiarme la herida
pero, como si todo estuviese planeado para joderme, no habia un solo trozo de
papel.
-
Toma, creo que necesitas esto- primero vi la mano
que me ofrecía un clínex y luego, alzando la cabeza le vi a él, era el chico
que abrazaba a la pequeña suicida.
-
Gracias- contesté apartando la mirada todavía
avergonzada mientras tomaba el pañuelo y me limpiaba la herida.
-
Tiene mala pinta- añadió, lo que me hizo darme
cuenta de que seguía ahí para desgracia mía.
No contesté, no estaba en
condiciones para hacerlo, pues ahora empezaba a aflorar mi mal humor. Llegaba el momento de desear no haber salido de casa, no era mi día, es más ya
había empezado mal desde por la mañana cuando al levantarme mi tripa decidió
que se declaraba en huelga y expulsaría todo aquello que entrara por mi boca.
Repté, y puedo afirmar que
eso era exactamente lo que hacía al arrastrarme como un cocodrilo malherido por
el asfalto, hasta el banco más cercano, que gracias al cielo, se encontraba a
tan sólo un par de metros.
-
Espera, que te ayudo- se ofreció el chico que, no
satisfecho con verme saltar por los aires y estamparme contra el suelo, había
decidido ver la película completa, y observar mi ridícula escena.
-
No, no necesito tu ayuda- respondí cortante con
gesto torcido y mi orgullo más que magullado.
Conseguí alcanzar mi
destino y trepar hasta el destartalado banco. Para cuando me senté, lo que
quedaba de mi pantalón estaba entre negro por la suciedad y rojo por la sangre
que no paraba de salir a borbotones de mi asquerosa rodilla, vamos, estaba hecha
un pincel.
Miré de nuevo a mi
alrededor y al fin el chico se había esfumado, ya podía morirme de la vergüenza
tranquila y sin un pesado que insistiera en hacerse el amable. Apreté el
pañuelo contra mi pierna para tratar de parar la hemorragia pero no había
forma. Me tiré en el banco y esperé con los ojos cerrados a lo
siguiente, ¿qué tocaba ahora? ¿Qué me cayera un rayo o qué me atacaran las
palomas?
Es por ello que no le vi
cuando apareció y no fue hasta que noté como mi culo dejaba de estar en
contacto con la madera cuándo me enteré de que el tío plasta me llevaba en
volandas por la calle en dirección a yoqueséadónde.
-
¿Qué narices te crees que estás haciendo? ¡Déjame
ahora mismo dónde estaba!- grité indignada sin poder dar crédito a lo que me estaba
sucediendo.
Desde luego esté chico era
un idiota de guion. Cruzamos la calle mientras él me sostenía entre sus brazos
y yo luchaba porque me soltara.
-
Te voy a
curar esa rodilla lo quieras o no- dijo sin más con una sonrisa algo
condescendiente en la boca-. Me da exactamente igual lo orgullosa que seas y lo
borde que te muestres, te voy a ayudar y punto- sentenció sin dejar opción a
réplica.
¿Quién era este tío y
quién se creía para hablarme así? De pronto se paró y me sentó en una silla, no
había sido consciente de cuándo habíamos entrado en el bar donde nos
encontrábamos ni de toda la gente que nos observaba. Desapareció y al cabo de
un par de minutos volvió con unos cuantos algodones en sus manos, Betadine, y
una bolsa con hielo. Lo dejó en la mesa de al lado y se dispuso a limpiarme la
herida.
-
Si no te estás quieta no voy a poder curarte bien-
dijo sin ocultar una sonrisa divertida que se extendía por todo su rostro.
-
Nadie te ha pedido que lo hagas- respondí implacable
y con gesto tenso.
Tenía razón, no podía
evitar apartar la pierna cada vez que el algodón rozaba mi piel, era un acto
reflejo y no me sentía orgullosa por ello.
-
Creo que hemos empezado mal, me llamo Jorge- admitió
tendiéndome la mano.
Le miré fijamente a esos
ojos verdes que esperaban una respuesta, no podía ser tan malo ¿o sí?, relajé
mi expresión y decidí que mi estúpido orgullo debía de volver a las
profundidades. Tendí mi mano y con una incipiente sonrisita en mis labios dije:
-
Mi nombre es Valeria.
Blancanieves y sus siete amantes.