miércoles, 19 de junio de 2013

La pequeña suicida


Me senté en el banco de la esquina para colocarme los patines, no hacía calor aunque el cielo estaba despejado y lucía el sol bien alto. Ni una nube, pero si una media luna con forma de sonrisa. Nunca me han gustado esos días en la que los dos astros comparten el cielo, no me traen nada de buena suerte, me pregunto por qué será y si solo me ocurrirá a mí.

Me puse en pie y un pequeño mareo me desestabilizó haciéndome casi caer ante la mirada de más de un curioso que trataba de ocultar una pequeña sonrisita. Poco a poco noté como mis mejillas se coloreaban hasta llegar al rojo usual de mi rostro en situaciones del estilo. Cogí mi mochila y me la coloqué en la espalda. Desde luego ese día estaba siendo de lo más extraño: por la mañana, en el descanso entre clases, Roberto se me había lanzado tras llevarme hasta un pasillo apartado y fuera de la vista de nuestros compañeros, y por supuesto yo me había separado y fingido que me tenía que ir para evitarnos la vergüenza a ambos. Y no menos raro, en mi intento de huida, Cholo se había mostrado más cariñoso de lo que ha estado en los últimos cuatro meses que llevamos… como decirlo, ¿juntos? No, no era exactamente nada serio.

Cuando recogía mis cosas rápidamente y por señas les decía a mis amigas que luego les explicaba todo, me llamó al móvil para decirme que me pasaba a ver a la universidad. Demasiadas cosas raras juntas.

Me puse en marcha poniéndome los cascos dejando así que la música me animara un poco. Mientras me dirigía al carril habilitado para patines, me tropecé al menos cinco veces, ¿qué me pasaba? Estaba más torpe de lo habitual y eso no es precisamente poco. Un trimbrazo del móvil me hizo sobresaltarme, lo miré mientras seguía deslizando mis pies sobre el suelo y tratando de prestar atención para no atropellar a nadie. Era Cholo de nuevo, no había tenido suficiente con el revolcón de esa mañana en su casa tras recogerme de la uni que ahora me preguntaba si cenaba con él. Bloqueé el móvil y lo devolví al bolsillo de mis desgastados vaqueros.

De pronto, una niña apareció de la nada, la vi primero por el enorme globo de mini mouse que llevaba atado a la mano y el cual me comí antes de conseguir frenar. Me quite los auriculares y me volví para comprobar que la suicida se encontraba en perfecto estado. Me miraba fijamente con carita de susto, no debía de tener más de cuatro años. Me acerqué lentamente a ella mientras le sonreía para que no huyera, como tenía pinta que iba a hacer. Y cuando estaba a tan solo un paso de ella, se dio la vuelta para salir corriendo con la mala suerte de que justo una bicicleta venía en el sentido contrario. Entonces, y como si se tratase de una película de ciencia ficción, me abalancé sobre ella y la aparté hacia un lado, la única diferencia con el cine es que yo caí de bruces contra el suelo solo dándome tiempo a taparme la cara con el brazo. ¡No quiera el universo que además me quede sin dientes!   

Aun sobre el suelo y boca abajo me debatía internamente entre levantarme como si no hubiese pasado nada o quedarme ahí hasta hacerme invisible. Y como lo segundo, a pesar de ser la mejor opción, no era posible, levanté la cabeza mirando alrededor para tantear hasta qué punto había hecho el ridículo. Si se midiese en una escala del uno al diez creo que sería un 90 por lo menos. La niña estaba a unos tres metros agarrada a las piernas de un chico y llorando desconsoladamente mientras él trataba de calmarla.

Me quedé sentada en el suelo analizando los desperfectos, mis pantalones habían terminado de desgarrarse a la altura de mi rodilla izquierda mostrando una gran herida que sangraba como si no hubiese mañana. ¡Mierda! Lo que me faltaba. Traté de levantarme pero me dolía mucho, ¡perfecto, más ridícula aun la situación! 

Me arrastré un par de metros para no correr el peligro de ser arrollada por una bici o algo parecido ya que solo me faltaba eso para culminar mi anterior espectáculo. Me quité la mochila de la espalda en busca de un pañuelo con el que limpiarme la herida pero, como si todo estuviese planeado para joderme, no habia un solo trozo de papel.

-          Toma, creo que necesitas esto- primero vi la mano que me ofrecía un clínex y luego, alzando la cabeza le vi a él, era el chico que abrazaba a la pequeña suicida.

-          Gracias- contesté apartando la mirada todavía avergonzada mientras tomaba el pañuelo y me limpiaba la herida.

-          Tiene mala pinta- añadió, lo que me hizo darme cuenta de que seguía ahí para desgracia mía.

No contesté, no estaba en condiciones para hacerlo, pues ahora empezaba a aflorar mi mal humor. Llegaba el momento de desear no haber salido de casa, no era mi día, es más ya había empezado mal desde por la mañana cuando al levantarme mi tripa decidió que se declaraba en huelga y expulsaría todo aquello que entrara por mi boca.

Repté, y puedo afirmar que eso era exactamente lo que hacía al arrastrarme como un cocodrilo malherido por el asfalto, hasta el banco más cercano, que gracias al cielo, se encontraba a tan sólo un par de metros.

-          Espera, que te ayudo- se ofreció el chico que, no satisfecho con verme saltar por los aires y estamparme contra el suelo, había decidido ver la película completa, y observar mi ridícula escena.

-          No, no necesito tu ayuda- respondí cortante con gesto torcido y mi orgullo más que magullado.

Conseguí alcanzar mi destino y trepar hasta el destartalado banco. Para cuando me senté, lo que quedaba de mi pantalón estaba entre negro por la suciedad y rojo por la sangre que no paraba de salir a borbotones de mi asquerosa rodilla, vamos, estaba hecha un pincel.

Miré de nuevo a mi alrededor y al fin el chico se había esfumado, ya podía morirme de la vergüenza tranquila y sin un pesado que insistiera en hacerse el amable. Apreté el pañuelo contra mi pierna para tratar de parar la hemorragia pero no había forma. Me tiré en el banco y esperé con los ojos cerrados a lo siguiente, ¿qué tocaba ahora? ¿Qué me cayera un rayo o qué me atacaran las palomas?

Es por ello que no le vi cuando apareció y no fue hasta que noté como mi culo dejaba de estar en contacto con la madera cuándo me enteré de que el tío plasta me llevaba en volandas por la calle en dirección a yoqueséadónde.

-          ¿Qué narices te crees que estás haciendo? ¡Déjame ahora mismo dónde estaba!- grité indignada sin poder dar crédito a lo que me estaba sucediendo.

Desde luego esté chico era un idiota de guion. Cruzamos la calle mientras él me sostenía entre sus brazos y yo luchaba porque me soltara.

-           Te voy a curar esa rodilla lo quieras o no- dijo sin más con una sonrisa algo condescendiente en la boca-. Me da exactamente igual lo orgullosa que seas y lo borde que te muestres, te voy a ayudar y punto- sentenció sin dejar opción a réplica.

¿Quién era este tío y quién se creía para hablarme así? De pronto se paró y me sentó en una silla, no había sido consciente de cuándo habíamos entrado en el bar donde nos encontrábamos ni de toda la gente que nos observaba. Desapareció y al cabo de un par de minutos volvió con unos cuantos algodones en sus manos, Betadine, y una bolsa con hielo. Lo dejó en la mesa de al lado y se dispuso a limpiarme la herida.

-          Si no te estás quieta no voy a poder curarte bien- dijo sin ocultar una sonrisa divertida que se extendía por todo su rostro.

-          Nadie te ha pedido que lo hagas- respondí implacable y con gesto tenso.

Tenía razón, no podía evitar apartar la pierna cada vez que el algodón rozaba mi piel, era un acto reflejo y no me sentía orgullosa por ello.  

-          Creo que hemos empezado mal, me llamo Jorge- admitió tendiéndome la mano.

Le miré fijamente a esos ojos verdes que esperaban una respuesta, no podía ser tan malo ¿o sí?, relajé mi expresión y decidí que mi estúpido orgullo debía de volver a las profundidades. Tendí mi mano y con una incipiente sonrisita en mis labios dije:

-          Mi nombre es Valeria.
Blancanieves y sus siete amantes.